Sancho Aguilar, P. Manuel (mercedario) Mártir
Sancho Aguilar, P. Manuel (mercedario)
Mártir
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Místico, catequista, dramaturgo, musicólogo
¡El padre Sancho! ¡El padre Sancho! ¡Oh el padre Sancho...!
Qué gran admiración, cuánta veneración dejó su paso por el mundo. Nimbado por el martirio, aún aprecié yo el embeleso entre el pueblo, en mi propia familia, de sus discípulos: Tan sabio, tan bueno, ¡tan humilde!
Hontanar de agudeza, de laboriosidad, de saber..., se le daban la música, la literatura, la historia, las lenguas, la filosofía, la teología. Mas, místico antes que nada, todo lo sublimaba, lo sobrenaturalizaba, lo divinizaba. Cual el incienso que calladamente se ofrece, fragancia de los hombres, deleite para Dios.
Es que padre el Manuel Sancho Aguilar fue..., ni más ni menos, un fraile cabal, el religioso en estado puro; una de esas personas con que Dios sorprende al mundo, regalándonoslo para mirarnos en él; por fervoroso, por animador, por bueno; desde la sencillez, la naturalidad, la transparencia. Y no tuvo cargos, ni pasó de ayudante o consejero, ni lucró más títulos que de bachiller (1904) y maestro (1906).
Nació en Castellote, Teruel, el 12 de enero de 1874, siendo sus padres Manuel y Agustina. A los trece años ya estaba en el convento de El Olivar; tan seguro que -eran aquellos tiempos de miseria- sugiriéndole sus formadores que se fuese una temporada a la casa paterna para matar el hambre y reponer su endeblez, el alevín de fraile se negó. Así que en su convento de El Olivar vistió el hábito el 27 de diciembre de 1887 de manos del padre Pedro José Ferrada ante el padre Luís Caputo, con trece años y once meses, si bien no comenzaría el noviciado hasta cumplir los quince. Mas aquel curso ya realizó con brillantez el primer año de humanidades. El 19 de enero de 1889 inició el noviciado, para coronarlo con la profesión el 23 de septiembre de 1890 ante los padres Ferrada, Florencio Nualart y Guillermo Bravo; desde el 28 de noviembre de 1889 al 18 de junio de 1890 lo habían tenido en Lérida, pensando los superiores que ésta sería mejor casa que El Olivar para noviciado. El año académico 1890-1891 seguía sus materias de latín, aritmética, gramática... con toda su promoción, pero además él cursaba música. En 1892 se las vio ya con la filosofía, y lo mismo, excepcional. Siguiendo el proceso formativo, siempre en El Olivar, principió la teología y, el 29 de septiembre de 1893, emitió los votos solemnes, ante el padre Luís Prat. Era brillante, agudo, trabajador. Tenía clara su vocación. En ello tuvo que ver mucho el padre Pedro José Ferrada, venido desde Chile para reforzar la comunidad olivareña entre 1887 y 1893; el padre Sancho recordará toda la vida sus pláticas diarias, conferencias, que a veces impartía, enfermo, desde la cama, tan típicas, tan llenas de sabiduría ascética, infundían en las mentes y más en los corazones entusiastas de aquella su grey querida, amor a la virtud y ansias de perfección. Cuenta el padre Juan Parra que un día el padre Ferrada dijo al novicio: -Fray Sancho, debe ser fray Santo, contestando el novicio: -Prometo hacer todo lo que pueda para conseguirlo con la gracia de Dios.
Ciertamente no se lo encontró todo hecho, tuvo que responderse a muchas inquietudes vitales y a sus interpelaciones internas, tanto más angustiosas cuanto más perspicaz es el sujeto. Que fuera de carne y hueso; muy bueno, pero con pecadillos que confesar, lo sugiere la anécdota, recibida de testigos, de que, en ocasiones, con algún compinche sustrajeron los huevos del gallinero conventual para freírselos en el desván; si bien es verdad, que, en caso de hambre, y se pasaba en El Olivar, todo es común. Plausible es el lance, de poeta humillado por la simpleza de un orondo curial romano que, dándoselas de lírico, le ordenaba ante toda la comunidad en la sala deprofundis: fray Sancho complete el cuarteto: Por el río abajo / baja un sapo cojo; – pues súbase a la cocina / para que no le atropelle; – pues hoy su reverencia / comerá de rodillas en el refectorio.
El 14 de septiembre de 1894 fue enviado con su hornada a Lérida, para terminar los estudios teológicos; ser ordenado presbítero el 18 de septiembre de 1897, por el obispo José Meseguer en el palacio episcopal; ponerse a trabajar. En la ciudad del Segre pasó dieciséis años, ofreciendo en el colegio clases y más clases de todo tipo de materias, formando filosófica y teológicamente a los frailes jóvenes, escribiendo de lo divino y lo humano en prosa y en verso, componiendo zarzuelas jocosas y misas solemnes a cuatro voces. Organizaba una velada con los alumnos, y estrenaba una opereta, obsequiaba un poema o musicaba un texto bíblico. Más aún le quedaba tiempo para atender el confesionario y orientar a buen número de almas por los senderos de la santidad. A parte de satisfacer a las responsabilidades que le daba su Orden, como consejero provincial reiteradamente instituido el 16 de julio de 1903, el 22 de julio de 1907, agosto de 1909, 7 de octubre de 1911, 10 de agosto de 1915, el 12 de enero de 1919. Concurría a certámenes literarios, y así en 1905 lucró premio con su novela costumbrista aragonesa Pascualico o El trobero de las Bochas. En octubre de 1906 la Academia mariana de Lérida le otorgó un ramo de flores de plata, que envió a la Virgen de El Olivar, luciéndolo en sus manos desde el 8 de septiembre de 1907. Ganó una Virgen de El Pilar de plata en un certamen de la Liga católica de Lérida... No obstante tantos reconocimientos, se mantuvo en su humildad y simplicidad, en su ser y en su decir, nunca hablaba de sí mismo. Juan Cebrián, su alumno, puntualiza que con estar lleno de toda virtud, ser más de cuanto le pueda encomiar, como genio, como gran escritor, como sabio, su humildad era extraordinaria hasta ponerse a jugar y competir con nosotros.
Entre los estudiantes que en Lérida formó tuvo al padre Bienvenido Lahoz, desde 1905 a 1909 que entre los atributos de humilde, violentamente contrario a murmuraciones, penitente, ansioso por las misiones, dice: Era de una capacidad y talento extraordinarios. No dando la centésima parte de lo que hubiera dado en otro ambiente más cultivado. Tenía una intuición y un talento extraordinario para todo. Se mostraba muy respetuoso hacia la santa Sede. Se dedicó al estudio de la ascética, de la mística y de las virtudes sólidas. Fue uno de los promotores de las Mercedarias misioneras de Bérriz para abrirse a las misiones. De sus clases salíamos enfervorizados, como un horno que prendía nuestras almas. Viendo la dirección que tomaban las cosas en España, decía con gran piedad y lágrimas, que solamente se podía arreglar con la sangre de los mártires.
La hermana Busquets nos hace la radiografía sutil del padre Sancho en ésta su estancia leridana: Tenía el carácter de un niño, muy espiritual, lleno de unción; metía la religión y lo sobrenatural a mi condición de niña, cuando lo era, y a mi ser de mayor, cuando llegué a serlo; poseía una simplicidad admirable y una enorme caridad, así como un corazón magnífico; sus virtudes más relevantes eran la humildad, la simplicidad, la caridad paterna; mostraba una devoción muy grande a la Virgen.
El 22 de agosto de 1909 pasó a Barcelona, para otros dieciséis años. El derroche fue el mismo, el afán aún mayor. Montó en la iglesia del Buen Suceso una gran escolanía, con la que solemnizaba el culto y promocionaba a niños humildes; dirigía con gracia y tocaba el órgano con fruición. Daba ejercicios espirituales y pláticas de devoción encendida. Alentaba fervores y discernía conciencias en el confesionario y las clausuras. Seguía escribiendo, concurría a justas literarias, creaba misas y motetes para las fiestas. El 4 de octubre de 1909 el Gobierno provincial solicitó del general de la Orden que le confiriere los grados en razón de ser muy notorios no solamente en toda esta Provincia sino en toda la Orden y aún fuera de ella, los conocimientos científicos y méritos literarios, pues había obtenido calificaciones benemeritísimas en toda su carrera, había enseñado filosofía y teología por diez años en Lérida, era maestro elemental y bachiller con premio extraordinario, conquistó varios torneos literarios, tenía impresos muchos libros y cientos de artículos. El inmediato día 12 el superior supremo de la Orden lo cualificó doctor en teología y derecho canónico así como maestro en teología. Para el VII Centenario de la fundación de la Orden, 1918, laboró con ilusión y eficacia, sobre todo en la Revista Mercedaria que editaba la basílica, y compuso la misa Vidi captivitatem. En 1921 publicó sus deliciosos Ejercicios espirituales para niños. Si hallaba ocasión, se pasaba unos días en El Olivar; así del 29 de julio, cuando llegó calado hasta los huesos y chapeando en el río, hasta el 28 de agosto de 1919. O del 11 al 15 de septiembre de 1924, venido con el padre provincial para la visita canónica.
De estos años en Barcelona declara la mercedaria misionera María de la Paz Vilaclara, su dirigida en el mundo y en la vida religiosa: Era hombre de gran oración, predicaba con mucha unción y ideas muy sublimes, hablaba frecuentemente de la santísima Trinidad, tenía particular conocimiento sobre el Espíritu santo, se veía enormemente mortificado, parco de palabras, sumamente humilde, nada impertinente, muy simple, sincero como un niño, seducido por la doctrina de la infancia espiritual, enérgico en la dirección espiritual, sus cartas eran puro grano sin contar noticias; en una de sus últimas cartas, hablando de las ansias del martirio, decía: Quizás a ti y a mí, el Señor nos reserva el martirio del cuerpo o del corazón, tal vez ambos. Otra hija espiritual, Enriqueta Farré, nos cuenta singularidades del hombre que veía muy dotado de celo por las almas, caridad, paciencia con los pecadores: mi marido era muy frío religiosamente, gracias a su paciencia, oración, interés y conversación, se convirtió plenamente, trocándose en apóstol para con sus amigos. Fiel observante de la pobreza, nunca quería hablar de dinero, y el que recibía para el tranvía, si podía andar a pie, lo daba a los gitanillos. Muy meticuloso de conciencia, delicadísimo en el trato con la mujer, daba ejercicios a las obreras de mi casa con gran celo y pedía que hubiese otro señor que no fuese obrero.
De su palestra barcelonesa pasó el padre Sancho a El Puig de Santa María, siendo breve la permanencia, pues arribado en los últimos meses de 1924, se desplazó algún tiempo a Zaragoza, 11 de julio de 1925 recalaba en el Olivar, para estar cerca del cielo, para acrisolarse desde el hacer diario, para ensimismarse en Dios. Cavaba el huerto, se ensangrentaba las manos cortando zarzas, se lavaba los hábitos que apuraba al máximo, se codeaba en el tajo con la hoz y la azada entre los criados. El padre Juan Parra, su discípulo y testigo, habla de estos años del padre Sancho, resaltando su humildad, su obediencia, su caridad –no tolerando a los murmuradores-, su mortificación; siendo vecino de su celda oía cómo se disciplinaba despiadadamente muchas noches; paseando por el huerto noté cómo masticaba hiervas amargas; pasaba largas horas arrodillado ante el Santísimo; era tan delicado acerca de la pobreza, que lo vi pedir permiso al superior para regalar una estampita; como si fuera el último de los novicios, iniciaba las mortificaciones en el refectorio y las repetía (comer de rodillas, besar los pies a los religiosos…); se sublimaba hablando del martirio que ansiaba, diciendo: hijitos míos, sabed que el mayor favor que nos puede hacer Dios es morir mártires. Se lamentaba de no haber dado mayor contenido espiritual, no sólo recreativo, a sus obras teatrales. El sacerdote Tomás Tena, cura de Crivillén, ponderará: Muy espiritual, en sus conversaciones se mostraba muy fervoroso, pareciendo como si llevase dentro un fuego especial. Y mosén Pantaleón Benedí, que lo trató muy íntimamente, siendo párroco de Gargallo, nos dice que en la contornada era llamado el padre Santo, en vez del padre Sancho pues irradiaba humildad y brillaba por la práctica de todas las virtudes teologales. Fray Vicente Alarcón nos trasfiere algo singular del padre Sancho, que los blasfemos le tenían gran estima, pues cuando los oía se les acercaba y les hacía ver porqué no debían soltar tales palabrotas. El médico Ramón Buñuel nos confía cómo su suegro, don Tomás, tuvo que curar al padre Sancho de lesiones producidas por instrumentos de penitencia. El padre Manuel Gargallo testifica, siendo su vecino de celda por un año, que se azotaba todas las noches por espacio de un miserere recitado lentamente y que buscaba las posiciones más incómodas, para mortificarse. El padre Bienvenido Lahoz nos desvela una tribulación que pasó cinco o seis años antes de su muerte, fue censurado por la santa Sede; lo que fue un gran estímulo para profundizar en una vida de mortificación y de piedad en sumo grado; sus compañeros de religión dijeron que de noche oían terribles golpes de disciplina que daba a su cuerpo. Por cartas del padre Carbonell de los años 1932 y 1933 nos consta que estuvo impedido de confesar y que la comunidad reclamó que se le devolviesen las licencias. Porqué fuera la suspensión no lo sabemos, tal vez por una tonta acusación.
No tuvo ningún cargo, pero era el oráculo de los sacerdotes de toda la contornada, de la numerosa comunidad, sobre todo de los estudiantes que recibieron una impronta profunda y valiosísima, desde su humildad, su profundo saber, su ternura, su castidad que no toleraba groserías. El 26 de julio de 1925 se fue con los postulantes a pescar al río, prometiendo traer pescado fresco para la cena de todos, mas las presas sólo dieron un minúsculo barbo por cabeza. Otro día pasaba con sus muchachos por el barranco de El Colorcho y, apercibiéndose de cómo se les iban los ojos a un presquero generoso, les dijo: vamos que son de mi tío; dio una sacudida al árbol, y quedó espantado comprobando cómo caían todos los melocotones al suelo y pasaban a los gaznates de los chicos.
Se prestaba para ayudar a los curas, confesaba, propagaba su ardentísima devoción al sagrado Corazón y a la Virgen. Aceptaba cuantos sermones o cuaresmas le pedían; aunque no era un predicador, sino el pedagogo sencillo que hablaba con una familiaridad exquisita, como aún se recordaba en mi infancia. Daba muchas clases, enseñaba música y literatura.
Durante toda su vida, supo aprovechar el tiempo como don divino. Cuando las obligaciones pastorales o comunitarias le dejaban un resquicio, se volcaba en la pluma o con el piano. ¡Cómo se carcajeaba redactando Las elecciones! ¡Qué ingenio volcaba en sus leyendas! ¡Cuántas horas de adoración silenciosa ante el altar o en el coro patentizan sus Cartas eucarísticas! ¡Qué candor destilan su Catecismo y sus Ejercicios espirituales para niños! ¡Qué humor el de sus zarzuelas! ¡Qué ansias misioneras las de su Segador! Ha alcanzado el cenit. En una noche de insomnio por mal de muelas compone su zarzuela El Duende. Una cuaresma regala a los estercuelinos un Miserere sublime, que enseñó personalmente. Escribe para muchas revistas sobre misiones, su gran pasión y obsesión ¡cómo anhelaba ser misionero!, sobre la cuestión social ¡cuántas noches de reflexión y consultas!, sobre la Virgen ¡qué ternura de hijo! Mantiene una correspondencia excelsamente mística y literariamente magistral. Es famoso. Su música, sus múltiples y variadísimas publicaciones le granjean admiración. Se le rumorea académico de la lengua.
Creo que el padre Manuel Sancho ha sido el escritor más facundo y variado de todos los mercedarios: Sus imponderables escritos catequéticos; sus más de cuarenta obras escénicas, jocosas o verdaderos autos sacramentales; sus estupendos cuentos y novelas costumbristas; sus ciento trece composiciones poéticas a san Ramón, a la Navidad, a la Virgen…; sus producciones eucarísticas, como las ciento veinte Cartas espirituales, las doscientas treinta y ocho Postales místicas; sus innumerables artículos misionales; sus varias vidas de santos, historias de conventos o advocaciones marianas, novenas; sus múltiples ensayos sobre temas sociales, como las setenta y una composiciones Lluvia menuda de La Hormiga de Oro; sus incontables misivas de dirección espiritual, de las que conservamos setenta y siete.
De esa correspondencia, la más rica, variada y prolongada la mantuvo el padre Sancho con las dos hermanas gemelas Margarita y Leonor Maturana, que comenzara en Barcelona y se intensificó en El Olivar, siendo guía espiritual de Leonor y de sus experiencias místicas; y orientador de Margarita en su audacia de hacer de un convento de clausura el instituto misionero; solía ir a Bérriz, donde asesoraba espiritual y literariamente a la comunidad, impartía charlas espirituales y lecciones literarias, con aceptado magisterio místico y literario. Margarita empezó pidiendo al padre Sancho que le corrigiera algunos escritos, pronto se apercibió de haber hecho un descubrimiento providencial, un literato de los buenos, y finalmente encontrar el gran maestro espiritual: ¿Te imaginas –escribirá a Leonor- que se parece a san Juan de la Cruz?. En el físico, pequeño; un poco raro; en lo moral…no se puede decir más. En cuanto lo vi, se me representó completamente. Nuestro epistolario espiritual me dejó edificadísima. Es muy contemplativo de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, y por consiguiente mortificado. La dirección espiritual se plasmó en una carta mensual, y me va muy bien, testificaría ella apuntillando: tiene un don particular para humillar.
Pero sigue sencillo, modesto, tanto que lo rechazan cuando se presenta en un despacho público de Teruel para hacerse el pasaporte. Un día sube del huerto sudoroso, con el hábito harapiento, cargando un haz de coles, y se encuentra a un periodista que pregunta por el famoso padre Sancho, pues soy yo, le dice llanamente. Mi madre, Clementa Rubio, observa que con frecuencia por humildad llevaba los calcetines rotos y sucios. Y mi padre, Vicente Millán, no duda en decir que era el más santo de la Orden de los que conoció.
La madre María Inés de Cué, mercedaria de Bérriz, trató al padre Sancho en esas frecuentes visitas a la madre Margarita María, y llega a decir que es la persona más santa que ha conocido; teniendo una especie de conciencia de fruición sobrenatural de Dios, una caridad transparente no vulgar sino extraordinaria, discreción de espíritu, don de elevar las almas, humildad rarísima no adquirida por el ejercicio ascético sino desde el conocimiento de la propia miseria que proviene de la luz de Dios; en sus coloquios con la madre Maturana parecía oírse a san Juan de la Cruz, hablando de la belleza de Dios, de la grandeza de la acción sobre las almas se trasfiguraba; tenía modales, sabía felicitar y condolerse; era muy natural, normal, pero tan desinteresado de las cosas necesarias personales que parecía un padre del desierto. El martirio fue un premio a su vida.
La orden de la Merced soñaba con abrirse a Europa, fundando en Bélgica; para allí fue enviado el padre Sancho, estándose por aquellas tierras desde el 30 de agosto de 1927 al 7 de febrero de 1928. Cuando se cernían ya nubarrones anticlericales, fue comisionado para buscar en Francia una casa donde poner a salvo a los jóvenes formandos; lástima que ese plan se abortó.
El año 1928 se conmemoró el Cincuentenario de la Restauración de la Orden mercedaria en España a partir de El Olivar. Correspondía la celebración al 10 de agosto, pero se retrajo al 24 de septiembre. Fue un acontecimiento de toda la comarca volcada en El Olivar. El padre Sancho lo vivió con ilusión preparando una gran misa interpretada por un coro de veinte religiosos, curas y seglares. El monumento de esta conmemoración fue La Oliva de Paz, primoroso libro de ciento quince páginas, muy bien impreso y con abundantes fotografías, trabajado sobre todo por el padre Sancho.
Llevaba una vida gozosa, pero apretada, austera, muy mortificada, y su salud se resintió en septiembre de 1933; el médico le impuso descanso mental y material. Estuvo en peligro un anhelado viaje a Roma, pero lo pudo realizar, regresando en enero de 1934 de la Ciudad eterna. Cada día ardía más en amor de Cristo, y contagiaba. Le devoraba el ansia misionera, y alentaba vanguardias. Suspiraba por el martirio, y lo adivinaba comprobando cómo se desarrollaban los acontecimientos en el país. Por desagracia sus anhelos se cumplieron. Manuel López, corista hasta la guerra, cinco años en El Olivar, dice del padre Sancho: Todo lo que diga me parece poco, era muy valioso pero era tal su humildad que se consideraba una pequeñez; estando con él teníamos la sensación de estar con un santo, modelo de todas las virtudes. Vicente Marco, postulante en 1936, afirma que al padre Sancho día a día se le veía el sacrificio y la austeridad con gran fervor en todas sus cosas, los postulantes lo creíamos un santo.
Alcanzó su gran anhelo, pues dice el padre Pablo Mateo, que cada día en su misa pedía la gracia del martirio y la misma súplica le dirigía con frecuencia a la Virgen.
Martirio de los Padres Francisco Gargallo Gascón y Manuel Sancho Aguilar
Eran muy ingenuos nuestros frailes de El Olivar. Estaba toda España envuelta en llamas desde el 18 de julio, y nuestros Mercedarios seguían tan tranquilos. El 25 de julio todos, padres y estudiantes, celebraron fiesta solemnísima de Santiago en Crivillén. El 1 de agosto, por la mañana, el padre Sancho se fue a Crivillén con los postulantes, Trini de Núñez los acogió en su casa; el Padre apenas comía, seguía dando los ejercicios espirituales a los que tomarían el hábito; rezaba en su cuarto. Regresaron al convento al atardecer del día 3 muy confortados y dispuestos al martirio.
En el Convento algunos religiosos venían haciendo guardia por la noche en los alrededores del Cenobio. El médico de Estercuel, Ramón Buñuel, les aconsejó evacuar el convento, por respuesta, el padre Sancho le dio un abrazo diciéndole con gran serenidad: Adiós, hijo mío, hasta el cielo, que en este mundo no volveremos a encontrarnos. El 1 de agosto se rezó el rosario y se cantó la sabatina. El 2 aún se llevó vida de comunidad, pero cundió la alarma porque llegó el padre Conde, paúl de la comunidad de Alcorisa, huido de los rojos. A las 22 horas salía la primera expedición, camino de Oliete, con la consigna de hallarse todos en Zaragoza.
El día 3, al rayar el alba, con igual meta, partió la segunda cuadrilla. Para la tercera remesa quedaron padre Francisco Gargallo, padre Manuel Sancho, fray Pedro Esteban, fray Antonio Lahoz, fray José Trallero, fray Jaime Codina, el novicio fray Vicente Alarcón y cuatro postulantes, permanecieron esperando la vuelta de los criados y de las caballerías para que les transportaran el equipaje hasta Muniesa, como lo hicieran con la segunda expedición. Oyeron misa fervorosísimamente, dedicaron el día a esconder objetos de culto en el osario, seguían aguardando. Puesto el sol, el padre Gargallo reunió a todos en la templo e hizo una sentida reflexión, invitando a sumir el reservado y hablando del posible martirio. Cobraron valor y se dispusieron a salir con lágrimas en los ojos y dejando el corazón junto a la Virgen. Constantino Vidal, el pastor, fue testigo de aquel quebranto. Aún aguantaron los cuatro hermanos a la espera de los criados, mientras que los dos padres, el novicio fray Vicente Alarcón y los postulantes, todavía se demoraron a dos kilómetro del Convento esperando a los criados, que llegaron sobre la una de la madrugada participando cómo los rojos estaban ya en Oliete, por lo que no se podía salir hacia allí. Llegó el pastor Constantino advirtiendo que también en Estercuel se habían impuesto los rojos y planeaban bajar al Convento. Había que salirse de los caminos y, guiados por el pastor, fueron a guarecerse en una corraliza, a la entrada de la Codoñera.
El día 4, al amanecer, arribaron los cuatro hermanos trayendo en la caballería maletas y comida. Pasaron el día ocultos entre los pinos rezando el rosario, leyendo y oyendo al padre Sancho. Sobre las cuatro de la tarde salieron fray José Trallero y fray Jaime Codina, de acuerdo con el padre Comendador, para explorar el camino de Oliete. Habían de volver a la noche o a la mañana siguiente, mas pasó la noche, avanzaba el día y los Hermanos no llegaban. El padre Sancho y fray Alarcón salieron a otear el horizonte, habiendo ojeado por espacio de unas dos horas, decidieron regresar al grupo cuando vieron, en la bajada del barranco del Agua, algo de humo. Acercándose a unos veinticinco metros percibieron dos cadáveres ardiendo. Fray Vicente no se aproximó, pero el padre Sancho se llegó, los identificó por las medallas y un crucifijo de fray Trallero y por el diente metálico de fray Codina.
Vueltos a la cueva, comunicando el suceso únicamente al padre Gargallo, determinaron irse de allí, internándose en el pinar. Porque no se les podía ocultar, el padre Sancho manifestó a todos lo hallado, los confesó a todos y se prepararon para el martirio. Se dirigieron a los Mases de Crivillén, en casa de María Sancho cenaron algo caliente. Arribaron también los hermanos fray Pedro Esteban y fray Antonio Lahoz. Porque corría el rumor de que iban a llegar los rojos, se regresaron al pinar, el padre Gargallo dio a besar su crucifijo a los de la casa, que les dieron pan y chocolate y los jóvenes Francisco Gracia Gil y Juan Gracia Bielsa los guiaron hasta cerca de la Codoñera.
El 6 por la mañana aparecieron en la masía del guarda de la Codoñera. Dejando a los muchachos en un barranco, se acercaron los padres encontrando a Servandos Miedes, Florentina Muñoz y su familia, que se aprestaron a darles una buena comida entre los pinos. José Rubio, hijo político y guarda, se fue a inspeccionar las inmediaciones de Alcaine; regresaba al mediodía enterado de que los rojos no habían entrado en Alcaine; los orientó para pasar por encima del pantano de Oliete, sin tocar Muniesa, y aún los acompañó hasta cerca de Alcaine; el padre Gargallo le entregó varios documentos y cien pesetas, las que él rehusó categóricamente.
Siguiendo las indicaciones, cruzaron el río Martín, entre Alcaine y el pantano de Oliete, pasando por el Hocino al caer de la tarde. Aquí preguntaron a Tesifonte Chopo por el camino de Muniesa, y no le hicieron caso cuando los quiso disuadir de ir allá. Los vio Arturo Ibáñez, médico de Alcaine, bebiendo con un vasito en una pequeña fuente, bien vestidos los padres y en mangas de camisa con un jersey de lana bajo el brazo los muchachos, los notó muy cansados y sudorosos, principalmente a los Padres, pero serenos e impávidos; no se presentaron, mas intuyó quiénes eran; tampoco consiguió retraerlos de seguir a Muniesa. Continuaron por la empinada senda que conduce a Muniesa, y no habrían andado cuatro kilómetros, cuando se tropezaron con una masía en la partida llamada La Dehesa y a ella se dirigen pidiendo agua; los dueños, Mariano Tomeo y su mujer, les ofrecieron agua, vino, cena, lo que quisieran; agradecidos al ofrecimiento, sólo aceptaron el agua; cenando un pan para todos y chocolate, con ración doble para los jóvenes; Mariano les advirtió del riesgo de entrar a Muniesa y les insistió que se quedaran con ellos; dándoles las gracias, los religiosos se pusieron en camino deseosos de llegar aquella misma noche a Muniesa. La senda era tortuosa, y en las inmediaciones del Río Seco se perdieron. Decidieron pasar la noche en el bosque.
El día 7 por la mañana reemprendieron la marcha, siempre convencidos de que en Muniesa no estaban los rojos, llegarían al pueblo, celebrarían misa, comulgarían el primer viernes. Recorrieron seis kilómetros… a las ocho de la mañana estaban en el Plano de Alacón. Sonó el ¡Alto! y les cayeron encima los guardias rojos, que los registraron a fondo sin hallarles ni un cortaplumas. El padre Gargallo estaba feliz creyendo hallarse entre amigos y el padre Sancho ofreció sus servicios sacerdotales, manifestándose padres del convento de El Olivar. La respuesta fueron denuestos, blasfemias, palabras soeces. El padre Gargallo, cuenta el postulante Jesús Turmo, con una entereza y una serenidad extraordinarias, dijo a los canallas: de nosotros dos haced lo que queráis, pero de los chicos respondo como si fuese su padre, ellos nada tienen que ver con la Orden, pues las conversaciones de aquellas fieras hacía presumir que nos iban a matar a todos; los padres abrazaron a los niños para interceder; el capitán Ferrer prometió salvarlos. Los otros encerraron en la parte trasera de un autobús próximo que ostentaba el rótulo Tarragona-Reus, y empezaron los interrogatorios entre tales expresiones que parecían demonios sueltos, jamás pasó por nuestra mente que se pudiera blasfemar de aquella forma. Aprovechando una pausa los padres se confesaron mutuamente, y luego alguno de los postulantes, y el padre Gargallo exhortó a todos al martirio e impartió la bendición apostólica; los padres no cesaban de dar gracias a Dios por el inminente martirio. Sobre el mediodía un jefe de milicias llegó preguntando ¿Dónde están esos pájaros que decís haber cazado? y llamó a los cuatro más pequeños, uno fray Vicente Alarcón, que no se movieron hasta que los padres les dijeron que obedecieran, abrazaron a cada uno diciendo: Adiós, hijos, hasta el cielo; se iban diciendo adiós con las manos, mientras los Padres los bendecían, siendo llevados al comité de Oliete. Quedaban en el autobús los padres, el donado José María Blasco, el postulante José María Romero, que nos trasmitió el relato. Un jefecillo, entre horrendas blasfemias, les dijo que pronto los iban a fusilar. Los milicianos que pasaban en camiones también se sumaban a los insultos y daban ideas de cómo llevar a cabo la ejecución, incluso hubo intentos de linchamiento. Algo que sobrecogía el ánimo más esforzado, no me explico cómo no morimos de espanto, era el tener que soportar todo aquello, afirmará luego José María Romero. Eran tan insufribles las andanadas blasfemas que los religiosos pedían al Señor que los mataran cuanto antes. Fuera de los momentos de oír blasfemar, los cuatro permanecían serenos. Uno de los milicianos les ofreció comida y agua, pero ninguno aceptó nada. Les permitieron escribir a los familiares; el padre Gargallo lo hizo a su sobrino el padre Manuel Gargallo, el padre Sancho a la madre del padre Ángel Millán, pero ambas cartas fueron rotas poco después.
A eso de las cuatro de la tarde llegaron varios coches con milicianos, que se disputaban el formar el piquete de ejecución. El jefe señaló quiénes lo formarían, y los hizo avanzar hacia un montón de cadáveres de fusilados antes. El padre Gargallo, con una serenidad y unción extraordinaria, nos dio otra vez la bendición apostólica. Creo que no veré jamás acto litúrgico más hermoso y emocionante, exhortando a mantenerse serenos pues Dios con su Santísima Madre les estaba esperando con los brazos abiertos, y comenzamos fuerte el tedeum, recuerda José María, hasta quedar ante el pelotón, los dos padres y yo en medio. A medio tedeum los milicianos ordenaron a José María retirarse, como no debí oírlo, los padres me dieron un empujón, sacándome del alcance de los fusiles. Oí cómo los padres perdonaban a sus carniceros. Sonó la descarga, les tiraron primero a las piernas para atormentarlos más. Gritaron: ¡viva Cristo rey!