Martirio de P. Tomás Campo Marín, P. Francisco Llagostera Bonet y Fr. Serapio Sanz Iranzo
Martirio de P. Tomás Campo Marín, P. Francisco Llagostera Bonet y Fr. Serapio Sanz Iranzo
Entre los setenta y cuatro inmolados en Lérida la infausta noche del 19 al 20 de agosto de 1936 cayeron estos tres mercedarios.
Ya llevaban meses de tortura, insultados por la calle y la prensa. Varias noches de febrero durmieron fuera de casa, pues estaban amenazados de muerte y quema del convento. Al sentirse inseguros en el convento, los tres pasaron a la casa de un amigo, el señor Amorós, calle de San Antonio número 38, frente al convento, llevando también, con ayuda de vecinos, algunas maletas con ropa y objetos de culto, serían sobre las 10 u 11 de la mañana.
El peligro era enorme, porque la chusma husmeaba tras las pistas de los religiosos; por lo que, mal aconsejados, al anochecer del 22 del mismo julio, se entregaron en la cárcel, creyendo estar allí más seguros que ante la convicción de ser linchados por las hordas. Se llegó, pues, la señora Amorós a la comisaría de policía y, encontrando a Juan Ribelles, le expuso cómo en su casa tenía tres frailes mercedarios escondidos que querían entregarse porque habían sabido cómo la Generalitat había ordenado llevar a la cárcel a sacerdotes y religiosos, y pensaban estar más seguros en la cárcel que en su casa, se ofreció el señor Ribelles a llevarlos personalmente, cogió un coche de la Generalitat y los llevó a la cárcel provincial entregándolos al oficial de servicio. Carmen Duch los vio ir conducidos por un pelotón de milicianos rojos, desde calle San Antonio enfilaron la calle del Correo viejo, andaban muy dóciles, como mansos corderos, por su aspecto muy resignados e ensimismados. Veintiocho días estuvieron en el departamento número 7.
Pronto se percataron de su error, pues eran continuas las sacas de los encarcelados, viendo cada noche cómo desaparecían sus compañeros de presidio. Mas no perdieron el aplomo en ningún momento, sino que se convirtieron en arrimo y amparo de los compañeros, sobre todo de los seminaristas jóvenes. Y, para no molestarles, el padre Campo se comprometió a no fumar delante de ellos, porque estos chicos se lo merecen todo. Francisco Grau, compañero de celda, afirma de los Mercedarios: Eran tenidos por santos religiosos, se empleaban en sus prácticas religiosas, en asistir y levantar a todos los compañeros de prisión. Constaté su elevado espíritu y su alegría en aquella hora de amenazas; encorajinando a todos, orando y dirigiendo la plegaria de los encerrados en la misma celda, animando a todos, serenando nuestros ánimos y ayudando a bien morir. No sólo asumieron su muerte, esperaron el martirio con gozo.
El padre Tomás no mustió en ningún momento su aplomo y su jovialidad habitual. José Berenguer, también consorte, dice de su empeño en comunicar alegría y hacer reír y expresa cómo sobresalía por su resignación, dulzura en el trato y celo, dispuesto siempre a confesar, dirigiendo el rosario y otras plegarias en voz alta, demostrando mucha serenidad y coraje, animando a los menos animosos. En una ocasión un preso exigió que no se rezara en voz alta en la celda, y padre Tomás replicó enérgicamente, que había que rezar sin miedo de nadie, porque era modo de demostrar la fe cristiana, pues sólo por eso estamos presos. Hablaba del martirio con frecuencia y exhortaba al martirio por Cristo. Era un verdadero padre, afirman los hermanos Puértolas.
El padre Francisco siguió tan próximo y servicial como fue siempre, aunque de carácter algo cerrado -dice Ramón Muntañola-, se esforzaba por ayudar a todos, siendo un gran consejero, muy afable, sobresaliendo por su gran humildad, tratando con mucho respeto al superior, sobe todo siempre dispuesto a confesar y muchos lo solicitaban
Fray Serapio no menguó su aplomo, serenidad, alegría, servicialidad con todos, su humildad, su piedad que edificaba a todos; estaba particularmente atento a mantener el ánimo de los deprimidos y a cumplir las insinuaciones de su superior. Llamados los dos padres, advirtiendo fray Serapio que se los llevaban, protestó que él también quería correr su suerte, pues era igualmente religioso. Un miliciano, allí presente, aseveró que así era, porque en el colegio de la Merced, siendo niño, le había dado un bofetón; bofetón que ahora el forajido le devolvió ostentosamente, sin que el Hermano se inmutase lo más mínimo. Y sin más los milicianos lo unieron al grupo.
Los tres se despidieron de los compañeros de calabozo, abrazándolos y musitándoles: adiós, hermanos, hasta la eternidad. Sacaron a setenta y cuatro religiosos y sacerdotes. No había habido cargos, ni juicio, ni sentencia. Los hacinaron en camiones, maltratados, vilipendiados, blasfemados.
El holocausto comenzara a las 11:30 de la noche, hasta ese momento la cárcel estaba a oscuras y en silencio. Ruido de cadenas y cerrojos; los milicianos entraban en las celdas, encañonaban a los presos, leían nombres, sacaban a los nominados al pasillo, los ataban de dos en dos por los sobacos, y sobre la l de la madrugada, los juntaban en grupos de cinco parejas, los hacían subir al camión. A las 1:15 los camiones, conducidos por guardias de asalto, habían rebasado el cementerio, llegando al cruce de las carreteras de Tarragona y Barcelona. Parece como si los conductores, horrorizados, hubieran querido seguir a Barcelona para evitar la masacre, pero en aquel momento les cayeron encima unos doscientos milicianos que estaba apostados, y obligaron a los camioneros a retroceder ante el cementerio.
Los setenta y cuatro mártires, todos muy serenos y conscientes, en los camiones al unísono cantaban el Ave maris stella, el Magníficat… vitoreaban a Cristo rey… invocaban a María. Los tiraron desde los camiones, a culatazos y empujones. Atados de dos en dos, en grupos de catorce, eran puestos ante el muro interior del cementerio, frente al pelotón de asesinos y villanamente asesinados, de noche, a la luz de los focos de un camión. Cuando se oía la orden apunten, los mártires gritaban, unánimes las gargantas y los corazones, ¡viva Cristo rey!… ¡Madre mía!. Se cuenta del padre Campo que entonó el Cantemos al amor de lo amores. El rugido de la chusma, doscientos rufianes, no lograban aminorar el grito de los mártires.
Pasó un miliciano dando el tiro de gracia, pero ni se molestaron en enterrarlos. A a los asesinos siempre les aterran los rostros serenos de sus víctimas. Fue al día siguiente cuando los empleados del cementerio los evacuaron en una fosa común.