14 penales en Venezuela estrenan régimen penitenciario
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Se mostró único por la tenacidad ante las dificultades, por su mimo en cuidar y adornar la capilla del postulantado, por su contagioso fervor mariano, por su conversación viva, por su carácter excelente, severo consigo y bondadoso para los demás. Era poeta, un poeta fácil, íntimo, de expresiones cordiales en que vaciaba sus más profundos sentimientos. Tenía a punto su inspiración para las fiestas, las onomásticas. Gustaba de describir las semanas santas murcianas y lorquinas. Gozaba con las lecturas espirituales, las historias de la Orden.
El padre Amancio pasó por una persona irrelevante. De religioso ordinario, lo califica el padre Bienvenido Lahoz. No hizo nada especial. Le costó sacar la carrera eclesiástica, no lució como predicador, no tuvo cargos. Sólo fue coadjutor de Estercuel y dió clase a niños. De cortos alcances para los estudios, pero de gran humildad y entusiasta vocación, nos lo definen quienes lo conocieron. Sencillo, humilde, dócil, espiritual. ¡Oh! Eso es mucho. Mucho, mucho. ¿Se puede afirmar algo más sublime?
Se pasaba horas y días conversando, animando, confesando, impartiendo los sacramentos. Cuando se enzarzaba la batalla, bajo el rugido de los cañones y silbido horripilante de las balas, él, impávido, acudía a los heridos y viaticaba a los moribundos. Llegó a tanto el fervor de aquella tropa, que se celebró solemnísima y conmovedora consagración del campamento a nuestra Madre de la Merced. Pero además instituyó el rezo día del rosario, constituyó ciclos formativos, formó grupos de compromiso… Maravilla.
Buenísimo, igual con todos, pero volcado con los pobres y con los niños, que se llevaba detrás de sí por las calles y plazas; los educaba y les regalaba caramelos; todos los días visitaba a los enfermos y a los pobres, llevándoles limosnas. Ésa era su constante: en todas las épocas de su vida lo más saliente que notan de él quienes le trataron, es la caridad. A eso unía una profunda humildad, sin aceptar lisonjas y buscando quedar en segundo plano, así como el aborrecimiento de toda murmuración. Lo veía tan humilde y piadoso me parecía un ángel, revelará Carmen Bernat, que lo conoció niño, cuando no hacía sino hablar de entrar en la Merced, y mayor sacerdote eminente por su caridad, amor al prójimo y todas las virtudes.
Desde crío, Santos, que ése era su nombre de pila, fue distinto; muy piadoso, trabajador, sumiso, retirado, enteramente ajeno a los bullicios y fiestas populares; no faltaba a misa ni al rosario dominicales; no salía de noche. Llegó igual de bueno a la juventud. Pero nada tenía de apocado o infeliz, era apuesto, se manifestaba decidido. En la iglesia sabía complacer a los sacerdotes que a cualquiera hora de la mañana le pedían celebrar y se ganaba a los fieles con sus atenciones. En agosto 1922, con el permiso superior, realizó una campaña para adicionar reclinatorios a los bancos de la iglesia; treinta y ocho contribuyentes aportaron 175’50 pesetas, las que dieron para dieciocho de los veintiséis bancos, dos reclinatorios completos y una lámpara para el sagrario.
Siempre le hallo último en las listas comunitarias. Se dejaba llevar, sin echar raíces, un buen peón. Algún sermón doméstico y confesionario. No tuvo otro rango que el de sacristán. Pero el padre Llagostera era culto, y escritor, y poeta. Tradujo al catalán la obra del padre Manuel Sancho El mestre de capella. Sarsuela de un acte. Dejó el calado de su pluma en la revista San Ramón y su Santuario.
Fue magnífico fraile. Fue gran mercedario, cifrando sus amores en la Eucaristía y nuestra Madre, a cuyas celebraciones infundía esplendor y profundidad. Fue excelente superior, comportándose más como padre y amigo que como superior, sabiendo encauzar la vida comunitaria, sumamente fiel a la observancia religiosa, la transía de optimismo, alegría y bondad. Tenía fama de generoso y bueno, distinguiéndose en todas partes por su generosidad, su grandeza de corazón y don de gentes, no hubo nunca religioso y ni extraño que no estuviera contento a su lado.
Hasta el final, con setenta y dos años, anciano y achacoso, hacía la compra, preparaba la comida para todos y era el primero en acudir a la oración de la mañana, a la Eucaristía y a los demás actos comunitarios, de ninguno se dispensaba si no es que tenía que estar en la cocina y entonces los realizaba a otras horas. En los últimos años vestía de seglar para salir a comprar, más su porte modesto y digno lo delataban.
Fue siempre un buen religioso, sumamente celoso de la gloria de Dios, amantísimo de su Orden y activo propagador de sus glorias. Y como tal, se comportaba con piedad, seriedad, laboriosidad, observancia. Era más bien de carácter reservado, incluso hosco a primera vista, pero su corazón era de oro, eximiamente caritativo. Narciso Roca puntualizará que era muy bueno y caritativo con todos, pero particularmente con los menesterosos.
Había progresado más en bondad; en servicialidad para propios y extraños; en laboriosidad, pues no sólo llevaba la cocina para una comunidad de más de setenta personas, sino que aún tenía tiempo para hacer arreglos en la casa y de echar una mano en el campo; en humildad, ya que a veces hasta se ponía ridículo, para que lo menospreciaran; en austeridad, tanto que, aunque cocinero, nunca comía nada fuera de las horas; en austeridad, tanta que no le importaba comer los restos de la comida; en devoción a su Madre de la Merced y al Sacramento, cuyo cultivo ardorosamente propagaba. Y sobre todo eso, jamás se molestaba o se quejaba.
Nunca le caía mal lo que se le ordenara, dócil como un niño bueno; era delicadísimo en cuanto a la castidad y exquisito en el trato con las mujeres; daba gozo verle rezar, embelesado ante el sagrario y en el recoleto camarín de la Virgen de El Olivar; apenas sonaba la campana del Ángelus, se arrodillaba donde estuviera, e invitaba a los circunstantes a rezar con él. El padre Jaime Monzón, formador entonces en El Olivar, lo define obediente, sacrificado y laborioso.
Rezaba, rezaba a todas horas, en el campo, en los corrales, en la celda. Si sonaba el ángelus, se hincaba de rodillas donde estuviera, aunque el suelo fuera un pedregal, y con quien estuviera; se recogía profundamente; luego se secaba el sudor, y al tajo. Cuando tenía las manos libres, indefectiblemente sus dedos estaban acariciando las cuentas del rosario. Si no podía estar en el agro, si tenía arreglados los animales, se ponía a leer libros piadosos; se iba al coro, al camarín de la Virgen, a la iglesia, siempre arrodillado aún cuando envejeció. Cuánto gozaba con la misa, qué arrobos ante el sagrario, qué confidencias con la Madre.
Se manejaba divinamente a criados, braceros, segadores, vendimiadores. Claro que siempre era el primero en emprender la labor, y el último en buscar la sombra. Ponía humanidad, recompensaba con generosidad, se prodigaba con los que pasaban estrecheces y les instruía en las verdades de la fe cristiana.
Caritativo, humilde, paciente, sencillo, afable. Gozaba de ese toque personal que otorga a las personas proximidad, apertura, confianza; de esa ingenuidad que rompe fronteras. Además irradiaba celo por la gloria de Dios.
Tenía el carácter de un niño, muy espiritual, lleno de unción; metía la religión y lo sobrenatural a mi condición de niña, cuando lo era, y a mi ser de mayor, cuando llegué a serlo; poseía una simplicidad admirable y una enorme caridad, así como un corazón magnífico; sus virtudes más relevantes eran la humildad, la simplicidad, la caridad paterna; mostraba una devoción muy grande a la Virgen.
El padre Mariano ni se lamentó, ni suplicó, ni
protestó; rezaba y expiró diciendo con voz queda
¡viva Cristo rey! abrazado a su sobrino Ángel, que
gritó ¡Viva la Virgen del Pilar!”.
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